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Ragazza del lago

FOTO REFERENCIAL

María

 

34 años, 22 años con anorexia purgativa y bulimia

Cuando pensé en cuántos años de mi vida he vivido con esta enfermedad me di cuenta que son 22 años, ¡qué fuerte!. Imaginaba que todos dirían “está loca”, “debe estar internada en una clínica psiquiátrica”, “debe estar en los huesos”. Pero no, no es así. Estoy casada y tengo dos maravillosas hijas, una familia unida y feliz. Pero “¡cómo!”, se preguntarán.

Les cuento. Un trastorno alimenticio no parte de un día para otro en que se deja de comer. Cuando yo tenía como 13 años, ya habiendo escuchado muchas veces en mi familia frases como “no comas eso”, “eso engorda”, “el pan engorda”, “no comas tanto”, le pregunté a una compañera de mi colegio que estaba almorzando en el patio con su mamá: “¿Por qué está tu mamá?”. Las dos me respondieron: “Porque tiene anorexia”. ¿Qué es eso? – pregunté. “Es una enfermedad en donde eres gorda pero quieres ser flaca, entonces, no comes más”. Eso me respondieron.

Ese comentario quedó dando vueltas en mi cabeza por un buen tiempo y comencé a escuchar más seguido que otras niñas también tenían trastornos alimenticios. Esas niñas, para mí, eran las más lindas, flacas, y populares. Desde ese día nunca más me bañé en una piscina porque creía que estaba muy gorda para usar traje de baño. Me perdí muchos momentos con mi familia y amigas. Es entonces cuando empezó mi trastorno alimenticio: mi sueño era ser flaca y tener anorexia y bulimia, como las niñas más lindas, flacas, y populares que conocía.

Al principio intenté dejar de comer. Me pasaba horas sin comer, sobretodo, en el colegio. Cuando llegaba a mi casa estaba, literalmente, muerta de hambre y me lo comía todo. Pasé cerca de un año en dietas e intentando dejar de comer por completo. Sin embargo, el hambre me ganaba. En ese entonces, mi familia no se enteró porque ser flaca y anoréxica aún era un sueño a cumplir.

Luego de un año, y tras entender que no podía dejar de comer, empecé a planear que si no podía ser anoréxica, podía ser bulímica. Lograrlo me tomó varios meses: me daba asco vomitar, no sabía cómo provocarme el vómito, lo intentaba y no resultada. Entonces, decidí tomar laxantes pero sentía que no era suficiente. Yo quería tener esta enfermedad tan “popular” pero cada vez me sentía más gorda. Mi autoestima y mi seguridad desaparecieron. Estaba perdiendo el sentido de todo porque lo único que me daba sentido era esta espantosa obsesión por todo lo que comía.

Llegó el “grandioso” día (pesadilla, ahora) en que descubrí una página en Internet que me enseñó a vomitar y me dio miles de tips para que nadie se enterara. Lo que más recuerdo de esa página, y lo que luego se transformó en una creencia acérrima, fue la frase “la comida es una droga que te mata lentamente” (la verdad es que no es la comida sino que es esta enfermedad la que física y psicológicamente te va matando en cámara lenta).

Yo estaba feliz: ¡aprendí a vomitar! Estuve varios años comiendo y vomitando. Sin embargo, a veces comía mucho y nunca logras vomitar mucho así que no bajaba mucho de peso. Crecí y cuando me enamoré– y por primera vez alguien me quería como yo a él –fue cuando me sentí más segura y la comida pasó a segundo plano. Al tiempo me casé, estábamos felices, queríamos tener hijos, así que comencé a comer mejor. Al poco tiempo quedé embarazada y mi vida cambió: empecé a comer “por dos”. Fue la primera vez en años en que disfrutaba la comida sin sentirme culpable.

 

Tuve a mi primera hija pero subí bastante de peso. Durante la lactancia adelgacé pero, también, volví a controlar la cantidad de lo que comía hasta llegar a “mi peso ideal”. Como tenía una hija me enfoqué en comer bien una vez al día. Además, en esa época no vomitaba. Siguió la dinámica y, años después, tuve otra hija: repetí mi conducta, estaba bien, “esto no es anorexia”. Me costó muchísimo entender que sí lo era: siempre se dice que las anoréxicas se ven gordas frente al espejo pero, no, no es así. Lo he analizado pero puede pasar que te ves flaca pero siempre quieres ser “más flaca”: nunca te conformas, nada es suficiente, es una terrible obsesión.

 

Cuando mis hijas tenían 2 y 4 años me cambié de ciudad y empezamos todo de nuevo. La bulimia volvió: todo lo que comía, por mínimo que fuese, lo vomitaba. Estaba angustiada, preocupada, pasándolo mal. Bajé mucho de peso al extremo que mi suegra se dio cuenta. Fue ella quien me llevó a AIDA, un centro especializado en trastornos de la conducta alimentaria. Ahí me diagnosticaron anorexia purgativa. Casi me internan pero mi suegra pidió que no por mis hijas. En cambio, se comprometió a hacerse cargo de mí: se transformó en una chaperona que, con mucha paciencia y cariño, me sacó adelante. Literalmente, me salvó.

 

Llevo un poco más de un año en terapia y me siento feliz. Aún no me recupero del todo pero ya llegué a mi peso normal y me siento sana. Ésta ha sido mi lucha más difícil, mi verdadera rebelión, al revés de lo que hubiera pensado a mis 12 años, cuando empecé. Ahora me siento más poderosa y libre que nunca. Agradezco infinitamente el apoyo de mi familia y el de mis (bacanes):  psicóloga, psiquiatra, y nutricionista.

 

Ahora, pensando en mis hijas, con mi marido hemos cambiado varias cosas: En mi casa no se habla sobre el peso, las calorías, a nadie se le dice “gorda” o “flaca”, no se comenta sobre la apariencia física de nadie (o, al menos, lo intentamos conscientemente). Por ejemplo, cuando llevo a mis hijas al pediatra, primero entro sola y le pido al doctor que no hable del peso ni de su talla frente a ellas. 

Como mamá y como mujer, mi consejo es que nunca asumas “esto nunca le va a pasar a mi hija”. Por el contrario: haz algo para que no ocurra.

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